miércoles, diciembre 19, 2007

Los principios de la declaración eran desconocidos para todos. Se trataba de una pugna entre egos, pero sazonada con algo de épica para diluir la evidencia. De apenas nueve años, ese estúpido crío creía haber encontrado una solución a su frustración acumulada. Se le ocurrió en mitad de la clase, y decidió ponerla en práctica. Su nombre era Germán, apenas tenía nueve años y ya había comprendido que para desencadenar una guerra no son necesarios motivos colectivos de peso, sino razones individuales de peso.

El adversario en este caso, el otro niño, que se sentía poderoso, que se sentía implacable, era tan feo o más que Germán, pero su confianza en sí mismo, probablemente debida a la adoración que le profesaban otros por su mínima maestría en el fútbol, sus pueriles relaciones de noviazgo con las niñas de la clase, y la permisividad con que éstas dejaban que se mantuviera siempre cerca, escuchando cualquier cosa que tuvieran que decir, mostrándose realmente cotilla en numerosas ocasiones, le habían convertido en un tipo de carácter consistente.

Germán estaba enamorado de una cría de su clase. Enamorado o lo que fuera. Y esta chica era novia de manera intermitente y a jornada parcial del otro niñato. El problema es que para Germán las cosas eran muy diferentes. Para él, esta chica y su nemésis, hacían buena pareja pero todo porque dicha némesis, que era un sucio cabrón oportunista y rastrero, sabía mentir, sabía engañar y sabía poner morritos. Germán estaba decidido a conquistar a su dama a la antigua: a hostias, como panes.

Para Germán era imposible que la chica estuviera con ese tío por que ese tío era popular entre los demás niñatos, porque quería sentirse adulta, una tía mayor, como su hermana, que fumaba y tenía novio y era toda una mujer, o su madre, que fácilmente entraba en la categoría de maduritas seductoras y que solía vestir toda de color sangre, y pintarse los labios de color sangre, y llevar a su hija en su coche último modelo de color sangre y hablarle de sexo, de ropa, de moda, y que le compró su primer tanga a los doce años, y que precisamente para ser adulta, para ser como su madre o como su hermana, salía con un estúpido criajo que a los nueve años creía que la vida era sacar buenas notas para enorgullecer a tus padres y a tus profesores, practicar múltiples deportes y ganar partidos y ligas con tu equipo para enorgullecer a tus padres y a tus profesores, y de paso, salir con alguna chica que el resto de niños considerara lo suficientemente buena como para que pudieran envidiarte durante el resto del curso.

Para Germán era imposible pero se equivocaba. Se equivocaba porque para él que tus profesores o tus padres estuviesen orgullosos de ti carecía de importancia. A esos cabrones no había que darles lo que pedían porque era igual que rendirse, que morir sin luchar, que alzar la bandera blanca en medio del combate en lugar de desgastarse el cuerpo hasta que no quedase de uno más que despojos.

Y quiso demostrar su amor y su autenticidad y su entereza y la capacidad de sufrir por una causa, y convocó una Guerra y susurró y convenció y habló de motivos personales, y manipuló a cada uno de sus compañeros, y algunos de éstos, que también tenían alguna razón para odiar a ese capullo futbolista, empollón y con los dientes picados, se unieron a él, y en el recreo, ambos bandos se encontraron y se miraron fijamente y se estudiaron y se lo pensaron. Y se lo pensaron tanto que no ocurrió nada. O casi nada. Algunos niños y entre ellos Germán y su pequeño gran enemigo intercambiaron algunos roces, pero nada más. El asunto adquirió su parte de importancia cuando el tutor de Germán, que fue informado y que se llamaba Justo, harto de un alumno que aprobaba sin esfuerzo, que sacaba las notas más bajas siempre, que estudiaba para aprobar y para suspender si aprobar era demasiado esfuerzo, decidió castigarlo, convirtiéndole a sus ojos en un mártir de su propia causa, de su propia batalla. Dándole la razón y confirmándole una vez más lo que ya pensaba, que tratar de enorgullecer a los mamones que tenían la sartén por el mango era servil y patético, y que la única solución de haberla sería coger dicha sartén y golpearles en la cabeza.

sábado, diciembre 15, 2007

Con el pelo alborotado y las mechas de color, una chica podía ser muy ye-yé y muy imbécil. Incluso una chica con minifalda, de esas realmente cortas que al caminar muestran los glúteos, balanceándose a cada paso, de color fresa, medias de rejilla y sin bragas, incluso una tipa con cresta color vómito, patillas hasta la barbilla colgando por delante de las orejas y con el resto de la cabeza rapada, con sus botas de cuero sintético a base de petróleo prueba de que no han sido fabricadas con sufrimiento animal, reforzadas con acero y sus imperdibles enganchados por todo el pantalon de pitillo, también una fumando un porro con el pelo desgreñado y el logo de Airon Meiden en el pecho tatuado, podían ser idiotas.

Podían ser idiotas y en la mayoría de los casos lo eran. Lo cual no significa que ellos no lo fueran. Pero esto no trata de ellos. Ellos no vestían minifalda.

Y ellas sí.
Y ellos podían ser tontos.
Pero al menos ellas fingían que eso importaba.
Amor verdadero



Lo que yo solía hacer era recogerlos. Me paseaba por todas las habitaciones y los recogía uno por uno. Después de un tiempo, acabas cogiéndole el truco. Ciertas verdades eran axiomáticas. Por ejemplo, que si en una de dichas habitaciones no encontrabas nada, era porque no habías buscado bien. No habías sido exhaustivo. Nunca fallaba, siempre estaba ahí. Donde quiera que fueras estaría esperándote un pañuelo seco o húmedo, dependiendo de cuánto tiempo hubiera pasado desde la última deposición. Pañuelos blancos con pequeñas cenefas que los decoraban. Pañuelos repletos de mocos. Verdes o amarillentos o, de manera preocupante, con cierto color sangre.



Lo que ella solía hacer era sonarse la nariz a todas horas y en todo momento, utilizando cualquier pedazo de papel que tuviera a mano y lo que yo solía hacer era recogerlos. Me paseaba por todas las habitaciones y los recogía uno por uno. Su opinión era que nadie, absolutamente nadie, excepto yo, sería capaz de soportar ese estilo de vida. De aguantarla. Por suerte aún no hemos tenido que comprobarlo. Seguimos siendo felices. Por ahora.