sábado, febrero 16, 2008

Buenos días, querido chef.

La vida es dura. Podríamos pasarnos horas conversando y nunca entenderías qué quiero decir.
Eres un pequeño hijodeputa, pero estás aquí y ahora, y mereces una explicación.

Yo tenía la polla tan gorda que decidí amputármela. Las mujeres se asustaban nada más verla, y me decían que no. Que ni de coña iba a hacerles tragar eso por su jodido coño.
Hacían hincapié en la palabra jodido, como para recalcar que pese a que era habitual que se las follaran por esa zona en particular, yo no tendría la mínima oportunidad.
No iba a disponer de su jodido coño para mis asuntos, maldita sea.
La pesadumbre era enorme. Siempre el mismo dolor, la misma frustración.

Casi sesenta centímetros de longitud, diez de ancho, cuando estaba erecta.

Puedes imaginar lo que pesaba eso. Ya lo creo que pesaba. Era enorme.
No hagas caso cuando te digan que el tamaño no es todo lo que importa. Desde luego que no lo es todo, pero es básicamente lo que importa cuando se trata de algo importante.

Ni de coña. Mi jefa no hubiera muerto si se hubiera dado esa condición y otra, a saber; que se hubiera callado. Tuvo que decirme que el tamaño no era todo y que no me preocupara. Que seguro que encontraría a la persona adecuada.

Lo siento, querido chef hijodeputa, pero se la metí en el puto culo para ver si tenía razón.
Bombeé y bombeé.

Y por eso tú y yo estamos aquí, querido chef.
Si el tamaño no importara, ella seguiría viva. Si se hubiera callado, también. Y si ella estuviera viva, tú y yo no estaríamos teniendo esta conversación.

Pero me vuelvo viejo y cada vez me pesa más. Este dolor, esta frustración.
Yo...

De verdad apreciaba a mi jefa.
Era todo lo que uno puede aspirar a ver en una mujer, en una persona.
Es una putada, pero hasta que me la cargué aspiraba a casarme con ella.

En cualquier caso, hablar con la silueta del jodido Arguiñano dibujada a lápiz sobre la pared de una celda es mucho peor, y esa mujer nunca tuvo que enfrentarse a ello.
Conozco la parte dura de la vida. Alégrame el día y cuéntame un puto chiste.

martes, febrero 12, 2008

Johnny, ¿qué pasa?

¿Esquitsofrenia?
Ve a un médico, yo no médico.


Me lo dijo porque yo no dejaba de golpear la columna. Les estaba explicando a los nuevos algo que yo ya sabía y me distraje. Empecé a golpear la columna. Puñetazo, patada, patada, puñetazo. Entendí algo que me había explicado en otra ocasión en ese mismo instante.

Y recordé que había que fluir.

El sifu me miró durante unos segundos con los ojos muy abiertos. Paré y me uní a los nuevos. Ambos algo más altos que yo. El cuerpo de estos tíos era como un condón usado, el tipo de cuerpo que se te queda cuando has ido al gimnasio durante años, y después lo abandonas completamente. Siempre que me pegaban me pedían perdón. Yo, generalmente, no les pedía perdón a ellos.

Cuando era pequeño, mis padres me apuntaron a clases de Karate y tardé muy poco en dejarlas. No me gustaba. Yo siempre pedía perdón a los otros cuando les daba algún golpe. Como esos dos tíos.

Tenía ocho años. Era torpe y se me daba muy mal defenderme, algo muy poco útil teniendo en cuenta que siempre andaba metido en peleas.
Cuando tienes esa edad, todo el mundo te pregunta qué quieres ser de mayor. Entonces uno mira hacia la izquierda, señal inequívoca de que está pensando o recordando, y piensa en las estrellas. Y dice astronauta. O en el mar, y dice fotógrafo subacuático, profesión que todos conocíamos gracias al inimitable Jacques Cousteau.

Cuando me preguntaban no sabía qué contestar. Y recordaba los documentales del océano. Me acordaba del tiburón-ballena, que podía sobrepasar los quince metros de longitud y pesar más de veinte toneladas. El tiburón más grande del mundo y sólo se alimentaba de pequeños peces y plancton. Pero que si te descuidabas, si pasaba cerca tuya con su boca abierta, a modo de aspiradora y te absorbía, acababas en su estómago. Y entonces yo quería ser biólogo marino. Todo eso fue antes de querer ser informático.

Me pasaba horas jugando al ordenador y mi idea era programarlos yo mismo. Pensaba que algún día tendría mis propios videojuegos. Conocí a un estudiante de informática. Era vecino mío e iba cargado de libros hasta arriba, casi no podía verle la cara. Entramos al ascensor y mi padre empezó a hablar con él. Me miró y me dijo que eso era lo que estudiaban los informáticos y que, sobre todo, eran matemáticas. Miré todos los libros y cambié de idea.

Tendría que buscarme otro trabajo más fácil.

Años después me preguntaron que en qué me gustaría trabajar. La orientadora laboral quería saber a qué me gustaría dedicarme. No me había hecho esa pregunta desde que abandoné la idea de la informática y ahora, sin estudios, en paro y en una casa en la que no querían a un puto vago, tenía que volver a planteármela.

Rebusqué en mi cabeza. Miré a las estrellas. Miré al mar. Ya no me gustaban los videojuegos, así que no miré a mi ordenador. Me quedé mirando a la orientadora. Parecía algo confundida, normalmente siempre le respondían rápido.

Algunos chicos gitanos sin estudios vienen aquí y me contestan muy rápido cuando les hago esta pregunta, me dijo.

Me dicen que quieren ser astronautas y yo les digo que hacen falta muchos estudios, pero ellos no desisten. Siguen empeñados en presentarse a la NASA.
Esa gente tenía ventaja sobre mí. Al menos tenían la voluntad y las ganas. Yo no tenía nada de eso. Además, nunca había querido ser astronauta. Las estrellas se veían mal desde la ciudad, pero desde el campo, lejos del cielo artificial dorado que cubría edificios, coches y carretera, se veían bien.

Yo sabía que no hacía falta ser astronauta para ver las estrellas. Ni biólogo marino o fotógrafo subacuático para bucear en el mar. Y ya no quería programar videojuegos, porque ya me inventaba un juego nuevo cada día para escaquearme de toda esa gente que quería ayudarme a sentar la acabeza. Encauzarme en la buena dirección y evitar que, de mayor, fuera un desgraciado.

Ser un desgraciado no podía ser muy diferente de eso. No podía ser tan jodido como para pasar años sentado en una silla mirando a una pizarra y callándote tu opinión personal. Darla equivalía a muchas cosas, a veces había suerte y te expulsaban. Te ibas a casa durante unos días, de vacaciones y en cuanto a tu madre se le había pasado el disgusto, pasabas unos ratos estupendos pensando en toda esa gente que te miraba como si te estuvieras perdiendo, todos esos compañeros a quienes dabas pena o rabia, que te veían como un desagradecido incapaz de darse cuenta de lo afortunado que es porque hay niños en África que no pueden asistir a la escuela.
La expulsión era genial.

Otras veces no te expulsaban. A veces, decías algo en clase que alarmaba a la profesora, y ésta pedía a los demás alumnos que no te escucharan porque, aunque ella era muy abierta y tolerante y respetaba todas las opiniones habidas y por haber, había opiniones que no se podían respetar y la tuya era una de ellas. Y luego se iba a hablar con tu tutor o tutora y éste o ésta, al empezar su clase, declaraban que habían acordado no permitirte expresar tu opinión personal en público en el colegio, puesto que dicha institución era responsable de todo lo que allí se dijera, los padres dejaban a sus hijos para que los educaran y era su tarea evitar que unas ideas de ese tipo contagiaran las mentes de los demás.

Entonces todo el mundo empezó a reírse de mí, y yo les grité por encima de sus risas que si no entendían lo que estaba pasando, que no sólo me prohibían hablar, sino que les estaban tomando por tontos, por gente influenciable e incapaz de razonar por sí sólos y sus risas ahogaron mis palabras porque sonaban muy fuertes. Y quise matarles a todos.

De pequeño, yo no quería ser astronauta o biólogo marino, tampoco fotógrafo subacuático. Yo no se lo decía a nadie, pero yo quería ser Godzilla. O un tiburón ballena que atrapara a la gente con su boca enorme y despistada. O El Castigador. Soñaba que podía volar como los protagonistas de Bola de Dragón y que utilizaba ese poder para golpear a todos los compañeros de clase y de colegio, que me hacían la vida imposible y que merecían morir.

Tenía un amigo imaginario cuyo nombre empezaba por K y que me instaba a dejar de ser un gilipollas pusilánime y empezar a vengarme de una jodida vez. Cuando volvía a casa destrozado hablaba con él y esto me daba ánimos. Pero empezó a hacerse pesado. Su odio era tan acérrimo y su desprecio hacia mí tan fuerte que empezó a hacerme sentir mal, y le dibujé encerrado en una jaula. Para que se largara de mi cabeza.

Y se largó.

Un par de profesores se reían de mí a mis espaldas, e incluso les comentaban a otros alumnos que yo era un fracasado, que era muy inteligente, pero un perdedor y que no aprovechaba mis capacidades. Y la verdad es que nunca compré armas, ni preparé una masacre con ningún compañero de clase, ni maté a nadie. Nunca me gustaron demasiado los videojuegos de acción, ni la música satánica.
Dejé el instituto y traté de olvidar no ya a la gente con la que me había llevado mal, sino a todos, especialmente a los que habían sido mis amigos.

Y mi sifu me preguntaba que por qué me distraía mientras él explicaba y le contesté que eso ya me lo explicó y que había entendido algo que me explicó en otra ocasión pero que no alcancé a entender en su momento. Volví a casa, me preparé mi típico plato pesado para días especiales consistente en macarrones con tomate y bechamel gratinados, adornados con algunos frutos secos y algunas veces también con champiñones, me acordé de que no tengo amigos y después de hacer la digestión me fui a dar un paseo.


Pensé que tengo mucha suerte porque la gente que tiene muchos amigos y vive en una ciudad grande, suele utilizar mucho el teléfono móvil y eso les provoca cáncer. También me acordé de mi madre, y de que siempre decía que hay que pensar en positivo y eso me hizo odiarme terriblemente, porque no me gusta parecerme a ella.






lunes, enero 21, 2008


Ni de coña lo aceptaría. No estaba dispuesta a ponerse ese sombrero de paja y a mudarse a la jodida granja, descuidando de esa manera manicura, pelaje y reputación. Con los sucios chuchos y la ahora gorda y flácida mujer con la que tantos momentos había pasado. Tantos buenos momentos, tantas escenas de sexo parafílico de contenido perturbador y no apto para todos los públicos y tantos cereales de lujo para perros Phrieskies-lo-cuida, tal vez podían echarse de menos.
Pero Lulú tenía una vida y un trabajo que mantener. No puedes dedicarte a revivir al buen salvaje que hay en tu interior cuando tienes que mantener tus caprichos y una reputación en alza.

Eso lo decía Lulú. Y también decía que la gente cree que es muy fácil, pero que no, que eso es porque la gente no tiene experiencia ni sabe de lo que se trata. La gente piensa que es fácil ser puta de lujo, pero todo es más complicado cuando se trata de una perra.


sábado, enero 19, 2008



Se preguntaban quién sería capaz de hacerles una foto a traición, sin avisar, sin dejarles siquiera tiempo para arreglarse el pelo y su corbata y su corbata. Se preguntaban si no sería algún cargo de la Iglesia vigilándoles y fotografiándoles y anotándolo todo en una agenda desgastada del color de la bilis. Poniendo los puntos sobre las íes. Asegurándose de que le salían rentable a la Iglesia.


Esto ocurría mucho después del segundo intento de Elder & Elder de conquistar a la perrita. Aquella caniche rosa, ya sabes. Ocurría mucho después de que por segunda vez la caniche rosa, Lulú les dijera que no. Que no estaba dispuesta a compartir su vida con un par de lunáticos obsesionados con Juan Calvino y la redención.


Ocurría también mucho más tarde de que lo intentaran con la dueña. La dueña de la perrita, a la que nadie se acercaba por su aspecto de actriz de cine porno. A cada paso que daba todo el mundo se veía a sí mismo persiguiendo una meta imposible y lo dejaban, tarde o temprano acababan asumiendo su fracaso. La adulaban hasta que se daban cuenta. Ella les decía que ya estaba harta y que por qué no dejaban de adorarla de esa manera y hacían algo con su vida de una maldita vez, panda de vagos. Y ellos se acababan largando, pero esta vez no había sido igual. Habían preferido a una perra y eso la interesaba. Y la excitaba. Se lo montó con los dos, a la vez. Elder izquierda Elder derecha Elder encima Elder debajo.


Ellos dejaron la Iglesia Presbiteriana y ella dejó de ir al gimnasio y empezó a engordar. No pudieron casarse ya que ni el Estado ni la Iglesia Católica lo permitieron. No digamos ya la Iglesia Presbiteriana. Los triángulos amorosos eran vistos como una parafilia y ellos tuvieron que aguantarse y ser un triángulo de hecho de por vida y criar hijos. Criaron un montón de hijos. Y de hijas. No se sabía nunca con exactitud quien era el padre, pero como decían Elder, y Elder.
Y eso qué más da. Elder y Elder decían: ella, yo y Elder nos turnamos a los críos. Siempre en contacto con un adulto activo. Siempre encima, siempre observando desde ahí arriba. Nos turnamos en la cocina y en las tareas de casa.
Si alguno se niega a colaborar, el resto le recuerda primero con palabras y después a puñetazos cuáles son sus obligaciones. Me refiero a nosotros tres, no a los niños. Los niños no lloran. Dormimos todos pegados en la misma cama gigantesca.
Se mudaron al campo, se colocaron sus sombreros de paja y vivieron sus vidas fornicando y criando fornicando y criando y fornicando. Y criando. Toda esta descendencia que correteaba, se meaba y se cagaba encima, que se revolcaba por el barro y que se toqueteaban entre ellos como lo han hecho los niños toda la vida antes de que llegaran los tíos de los libros, crecieron. Tomaron cada uno un camino en la vida y volvieron. Menuda mierda decían. El mundo exterior lo llaman y da la sensación de estar en una lata de sardinas.
La mayoría perpetuaron la estirpe, mezclándose con algunas y algunos pueblerinos y gente de la ciudad. El resto se hicieron terroristas y atacaron la civilización. Nadie dijo nunca que vivir fuera compatible con una lata de sardinas pero en última instancia las sardinas no lo entienden. Siguen prefiriendo la jodida lata.